"La curiosidad empujo a Alonso Quijano a leer, la lectura le hizo imaginar, y ahora libre de las ataduras de la costumbre y la rutina, ya puede recorrer los caminos del mundo….porque la aventura, bueno es que se sepa, no elige lugares ni tiempos, por mas prosaicos y banales que sean o parezcan."
José Saramago
Audio sobre la vida de Don Miguel de Cervantes.
Aquí hay una recreación de su aventura más célebre.
En el siguiente enlace tenéis una introducción al autor y su época.
La iniciativa El Quijote Interactivo de la Biblioteca Nacional nos permite ver el original de la época, además de una serie de recursos para adentrarnos en el contexto del libro.
También hay que recordar la propuesta de Youtube y la Real Academia de lectura colectiva, el llamado Quijote 2.0 ,una auténtica Torre de Babel en la que participaron 2149 hispanohablantes.Os dejo los dos vídeos de presentación:
También os dejo alguna versión modernizada de las muchas que se han hecho.
La Fura dels Baus,realizó en el año 2000 la adaptación D.Q. Don Quijote a Barcelona
También se han contado algunas aventuras con motivo del centenario a ritmo de rap, os dejo el enlace a toda la serie y un vídeo.
Para terminar una reflexión del premio Nobel y premio Cervantes Mario Vargas Llosa sobre la obra;
Enhorabuena si habéis llegado hasta aquí, os dejo unos fragmentos que debéis leer para comentarlos en clase.Son dos fragmentos y un capítulo completo:
Capítulo segundo.Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso D. Quijote.
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera, que Don Quijote vino a correrse y a decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros.
El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales, como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento; mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo: si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la venta), respondió: para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc
Capítulo XVIII-Donde se cuentan las razones que
pasó Sancho Panza con su señor Don Quijote con otras aventuras dignas de ser
contadas.
En estos coloquios iban Don Quijote y su
escudero, cuando vio Don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una
grande y espesa polvareda, y en viéndola se volvió a Sancho, y le dijo: Este es
el día, oh Sancho, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi
suerte; este es el día, digo, en que se ha de mostrar tanto como en otro alguno
el valor de mi brazo, y en que tengo de hacer obras que queden escritas en el
libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que
allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de
diversas e innumerables gentes compuesto, por allí viene marchando. A esa
cuenta, dos deben de ser, dijo Sancho, porque desta parte contraria se levanta
asimesmo otra semejante polvareda. Volvió a mirarla Don Quijote, y vió que así
era la verdad; y alegrándose sobremanera, pensó sin duda alguna que eran dos
ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa
llanura, porque tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas
batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los
libros de caballería se cuentan; y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía, era
encaminado a cosas semejantes, y a la polvareda que había visto la levantaban
dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por el mismo camino de dos
diferentes partes venían, las cuales con el polvo no se echaron de ver hasta
que llegaron cerca; y con tanto ahínco afirmaba Don Quijote que eran ejército,
que Sancho le vino a creer, y a decirle: Señor, ¿pues qué hemos de hacer
nosotros? ¿Qué? dijo Don Quijote. Favorecer y ayudar a los menesterosos y
desvalidos; y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente lo
conduce y guía el gran emperador Alifanfaron, señor de la grande isla
Trapobana; este otro, que a mis espaldas marcha, es el de su enemigo el rey de
los Garamantas, Pentapolin del arremangado brazo, porque siempre entra en las
batallas con el brazo derecho desnudo.
Pues ¿por qué se quieren tan mal estos dos
señores? preguntó Sancho. Quiérense mal, respondió Don Quijote, porque este
Alifanfaron es un furibundo pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolin,
que es una muy hermosa y además agraciada señora, y es cristiana, y su padre no
se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su falso
profeta Mahoma, y se vuelve a la suya. Para mis barbas, dijo Sancho, si no hace
muy bien Pentapolin, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere. En eso harás
lo que debes, Sancho, dijo Don Quijote, porque para entrar en batallas
semejantes no requiere ser armado caballero. Bien se me alcanza eso, respondió
Sancho; pero ¿dónde pondremos a este asno, que estemos ciertos de hallarle
después de pasada la refriega, porque al entrar en ella en semejante caballería
no creo que está en uso hasta ahora? Así es verdad, dijo Don Quijote; lo que
puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ahora se pierda o no, porque serán
tanto los caballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aún corre
peligro Rocinante no le trueque por otro; pero estáme atento y mira, que te
quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos
vienen, y para que mejor los veas y los notes, retirémonos a aquel altillo que
allí se hace, de donde se deben descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo así y pusiéronse sobre una loma, desde
la cual se veían bien las dos manadas que a Don Quijote se le hicieron
ejército, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y cegara la
vista; pero con todo esto, viendo en su imaginación lo que no veía ni había,
con voz levantada comenzó a decir: Aquel caballero que allí ves de las armas
jaldes, que trae en el escudo un león coronado rendido a los pies de una
doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata. […]
Y desta manera fué nombrando muchos caballeros
del uno y del otro escuadrón que él se imaginaba, y a todos les dió sus armas,
colores, empresas y motes de improviso, llevado de la imaginación de su nunca
vista locura, y sin parar prosiguió diciendo: A este escuadrón frontero forman
y hacen gentes de diversas naciones; aquí están los que beben las dulces aguas
del famoso Janto, los montuosos que pisan los masilíscos campos, los que criban
el finísimo y menudo oro en la felice Arabia, los que gozan las famosas y
frescas riberas del claro Termodonte, los que sangran por muchas y diversas
vías al dorado Pactolo, los mumidas dudosos en sus promesas, los persas en
arcos y flechas famosos, los partos, los medos, que pelean huyendo, los árabes
de mudables casas[…]
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas
naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que
le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros
mentirosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras sin hablar ninguna, y
de cuando en cuando volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes
que su amo nombraba, y como no descubría a ninguno le dijo: Señor, encomiendo
al diablo, si hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice
parece por todo esto, a lo menos yo no los veo; quizá todo esto debe ser
encantamiento como las fantasmas de anoche.
¿Cómo dices eso? respondió Don Quijote, ¿no oyes
el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los
atambores? No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino balidos de ovejas y
carneros, y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños. El
miedo que tienes, dijo Don Quijote, te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a
derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos, y hacer
que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una
parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo
diere mi ayuda. Y diciendo ésto puso las espuelas a Rocinante, y puesta la
lanza en el ristre bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho,
diciéndole: Vuélvase vuestra merced, señor Don Quijote, que voto a Dios que son
carneros y ovejas las que va a embestir: vuélvase, desdichado del padre que me
engendró: ¡qué locura es ésta! Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni
gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni
endiablados. ¿Qué es lo que hace? Pecador soy yo a Dios. Ni por esas volvió Don
Quijote, antes en altas voces iba diciendo: Ea, caballeros, los que seguís y
militais debajo de las banderas del poderoso emperador Pentapolin del
arremangado brazo, seguidme todos, vereis cuán facilmente le doy venganza de su
enemigo Alifanfaron de la Trapobana.
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón
de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto con coraje y denuedo, como si
de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la
manada venían, dábanle voces que no hiciese aquello; pero viendo que no
aprovechaban, desciñéronse las ondas, y comenzaron a saludarle los oídos con
piedras como el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes
discurriendo a todas partes, decía: ¿Adónde estás, soberbio Alifanfaron? Vente
a mí, que un caballero solo soy, que desea de solo a solo probar tus fuerzas y
quitarte la vida en pena de la que das al valeroso Pentapolin Garamanta.
Llegó en ésto una peladilla de arroyo, y dándole
en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho,
creyó sin duda que estaba muerto o mal ferido, y acordándose de su licor, sacó
su alcuza, y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el estomago; mas
antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era bastante llegó otra
almendra, y dióle en la mano y en la alcuza tan de lleno, que se la hizo
pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y
machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que
le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a
él los pastores, y creyendo que le habían muerto, y así con mucha priesa
recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y
sin averiguar otra cosa se fueron. Estábase todo este tiempo Sancho sobre la
cuesta, mirando las locuras que su amo hacía, y arrancábase las barbas,
maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había dado a conocer.
Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de
la cuesta y llegóse a él, y hallándole de muy mal arte, aunque no había perdido
el sentido, y díjole: ¿No le decía yo, señor Don Quijote, que se volviese, que
los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?
Como éso puede desaparecer y contrahacer aquel
ladrón del sabio mi enemigo, respondió Don Quijote: sábete, Sancho, que es muy
facil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me
persigue, envidioso de la gloria que vío que yo había de alcanzar desta
batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no haz
una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te
digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás cómo, en alejándose de
aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y dejando de ser carneros, son
hombres hechos y derechos, como te los pinté primero, pero no vayas ahora, que
he menester tu favor y ayuda; llégate a mí, y mira cuántas muelas y dientes me
faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los
ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago
de Don Quijote, y al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí,
más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y le dió con todo ello en las
barbas del compasivo escudero.
Capítulo decimosexto.De lo que le sucedió
al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo.
El ventero que vió a
Don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le
respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y
que tenía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a una, no de
la condición que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era
caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos, y así acudió luego a
curar a Don Quijote, e hizo que una hija suya doncella, muchacha y de muy buen
parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía a la venta asimismo una moza
asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta, y del
otro no muy sana: verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás
faltas; no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que
algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera.
Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron una muy mala
cama a Don Quijote en un caramanchón, que otros tiempos daba manifiestos
indicios que había servido de pajar muchos años, en el cual también alojaba un
arriero que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro Don Quijote,
y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la
de Don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy
iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques,
que a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza
semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada
cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo en la cuenta. En
esta maldita cama se acostó Don Quijote; luego la ventera y su hija le
emplastaron de arriba a abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la
asturiana, y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a Don
Quijote, dijo que aquellos más parecían golpes que caída.
No fueron golpes,
dijo Sancho, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones, y que que cada
uno había hecho su cardenal. Y también le dijo: Haga vuestra merced, señora, de
manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya menester, que
también me duelen a mí un poco los lomos. ¿De esa manera, respondió la ventera,
también debísteis vos de caer? No caí, dijo Sancho Panza, sino que de el
sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el
cuerpo, que me parece que me han dado mil palos. Bien podría ser eso, dijo la
doncella, que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre
abajo y que nunca acababa de llegar al suelo y cuando despertaba del sueño
hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído. Ahí
está el toque, señora, respondió Sancho Panza, que yo sin soñar nada, sino
estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que
mi señor Don Quijote.
¿Cómo se llama este
caballero? preguntó la asturiana Maritornes. Don Quijote de la Mancha,
respondió Sancho Panza, y es caballero aventurero y de los mejores y más
fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo. ¿Qué es caballero
aventurero? replicó la moza. ¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabeis vos?
respondió Sancho Panza: Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es
una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador; hoy está la más
desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendrá dos o tres
coronas de reinos que dar a su escudero. Pues ¿cómo vos, siendo de este tan
buen señor, dijo la ventera, no tenéis a lo que parece siquiera algun condado?
Aún es temprano, respondió Sancho, porque no ha sino un mes que andamos
buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea, y
tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra; verdad es que si mi señor
Don Quijote sana de esta herida o caída, y yo quedo contrecho della, no
trocaría mis esperanzas con el mejor título de España.
Todas estas pláticas
estaba escuchando muy atento Don Quijote, y sentándose en el lecho como pudo,
tomando de la mano a la ventera, le dijo: Creedme, fermosa señora, que os
podeis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi
persona, que es tal, que si no la alabo es por lo que suele decirse, que la
alabanza propia envilece, pero mi escudero os dirá quien soy; sólo os digo que
tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho para
agradecéroslo mientras la vida me durase; y pluguiera a los altos cielos que el
amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella
hermosa ingrata que digo entre mis dientes, que los de esta fermosa doncella
fueran señores de mi libertad.
Confusas estaban la
ventera y su hija, y la buena de Maritornes, oyendo las razones del andante
caballero, que así las entendían como si hablara en griego; aunque bien
alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimientos y requiebros: y como no
usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre
de los que se usaban; y agradeciéndoles con venteriles razones sus
ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no
menos lo había menester que su amo. Había el arriero concertado con ella que aquella
noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que en estando
sosegados los huéspedes, y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle
el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase de esta buena moza, que jamás dió
semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin
testigo alguno, porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en
aquel ejercicio de servir en la venta; porque decía ella que desgracias y malos
sucesos la habían traído a aquel estado. El duro, estrecho, apocado y fementido
lecho de Don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo; y
luego junto a él hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y
una manta, que antes mostraba ser de angeo tundido que de lana; sucedía a estos
dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho de las enjalmas y de
todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios,
muy gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo
dice el autor de esta historia, que de este arriero hace particular mención,
porque le conocía muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo.
Fuera de que Cide
Hamete Benengeli fue historiador muy curioso y puntual en todas cosas, y échase
bien de ver, pues las que quedan referidas con ser tan mínimas y tan raras, no
las quiso pasar en silencio, de donde podrán tomar ejemplo los historiadores
graves que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente, que apenas nos
llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuído, por malicia o
ignorancia, lo más sustancial de la obra. Bien haya mil veces el autor de
"Tablante", de "Ricamonte", y aquel del otro libro donde se
cuentan los hechos del "Conde Tomillas", ¡y con qué puntualidad lo
describen todo! Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua
y dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dió a esperar a su
puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque
procuraba dormir no lo consentía el dolor de sus costillas; y Don Quijote con
el dolor de las suyas tenía los ojos abiertos como liebre.
Toda la venta estaba
en silencio, y en toda ella no había otra luz que la daba una lámpara, que
colgada en medio del portal ardía. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos
que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan
en los libros, autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las
extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden; y fue que el se imaginó haber
llegado a un famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su
parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del ventero lo era del
señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él
y prometido que aquella noche a furto de sus padres vendría a yacer con él una
buena pieza; y teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme
y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su
honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía a su
señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dama
Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en
estos disparates, se llegó el tiempo y la hora (que para él fue menguada) de la
venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en
una albanega de fustan, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento
donde los tres alojaban en busca del arriero; pero apenas llegó a la puerta
cuando Don Quijote la sintió, y sentándose en la cama a pesar de sus bizmas, y
con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recibir a su fermosa
doncella la asturiana, que toda recogida y callando iba con las manos adelante
buscando a su querido. Topó con los brazos de Don Quijote, el cual la asió
fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar
palabra, la hizo sentar sobre la cama, tentóle la camisa y ella era de
arpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las
muñecas unas cuentas de vidrio; pero a él le dieron vislumbres de preciosas
piedras orientales; los cabellos que en alguna manera tiraban a crines, él los
marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol
oscurecía; y el aliento que, sin duda alguna olía a ensalada fiambre y
trasnochada, a él pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y
finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había
leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al mal ferido caballero
vencido de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos; y era tanta
la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que
traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer
vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía en sus brazos a
la diosa de la hermosura; y teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le
comenzó a decir: Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder
pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me
habedes fecho; pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los
buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que aunque
de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible; y más que se
añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a
la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos
pensamientos; que si ésto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sándio
caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran
bondad me ha puesto.
Maritornes estaba
congojadísima y trasudando de verse tan asida de Don Quijote, y sin entender,
ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba sin hablar palabra
desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despiertos sus malos deseos,
desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió, estuvo atentamente
escuchando todo lo que Don Quijote decía, y celoso de que la asturiana le
hubiese faltado a la palabra por otro, se fué llegando más al lecho de Don
Quijote, y estúvose quedo hasta ver en que paraban aquellas razones que él no
podía entender; pero como vió que la moza forcejeaba por desasirse, y Don
Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en
alto, y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado
caballero, que le bañó toda la boca en sangre, y no contento con esto se le
subió encima de las costillas, y con los piés más que de trote se las paseó
todas de cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no firmes
fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dió consigo en el
suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser
pendencias de Maritornes, porque habiéndola llamado a voces no respondía. Con
esta sospecha se levantó, y encendiendo un candil, se fué hacia donde había
sentido la pelea. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición
terrible, toda medrosica y alborotada se acogió a la cama de Sancho Panza, que
aún dormía, y allí se acurrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:
¿Adónde estas puta? A buen seguro que son tus cosas éstas. En esto despertó
Sancho, y sintiéndo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la
pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras alcanzó
con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la
honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas, que a su despecho le quitó el
sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién,
alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la
más reñida y graciosa escaramuza del mundo.
Viendo, pues, el
arriero a la lumbre del candil del ventero cual andaba su dama, dejando a Don
Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero; pero
con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que
ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse, el
gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero a Sancho,
Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza y todos menudeaban con
tanta priesa, que no daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le
apagó el candil, y como quedaron a oscuras, dábanse tan sin compasión todos a
bulto, que a do quiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.
Alojaba acaso
aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa
Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo asimismo el extraño estruendo de la
pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró a
oscuras en el aposento diciendo: Téngase a la justicia, téngase a la Santa
Hermandad. Y el primero con quién topó fué con el apuñeado de Don Quijote, que
estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno; y
echándole, a tiento, mano a las barbas, no cesaba de decir: Favor a la
justicia... Pero viendo que el que tenía asido no se bullía ni se meneaba, se
dió a entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus
matadores, y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo: Ciérrese la puerta de
la venta, miren que no se vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre.
Esta voz sobresaltó
a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse
el ventero a su aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho; sólo
los desventurados Don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban.
Soltó en esto el cuadrillero la barba de Don Quijote, y salió a buscar luz para
buscar y prender los delincuentes; mas no la halló, porque el ventero de
industria había muerto la lámpara cuando se retiró a su estancia, y fuele
preciso acudir a la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo encendió el
cuadrillero otro candil.